"Negar nuestros impulsos es negar, justo, lo que nos hace humanos."- Ratón (The Matrix, 1999)
Cualquiera que me conozca sabe que odio limpiar. Lo odio con toda mi alma, porque prefiero dedicar mi tiempo libre a otro tipo de cosas, como jugar a la playstation, así que mi casa siempre está llena de bolas de pelo. Pero de vez en cuando me surge una necesidad de barrer, y ese sentimiento es más fuerte que el odio hacia la limpieza, así que cojo mi escoba y me pongo manos a la obra. Cuando termino miro satisfecha mi dormitorio, y lo único que se me viene a la cabeza es “¡Qué bien, que limpito está todo!”. Mi madre siempre me dice que tengo que cambiar, que no se puede vivir así. Pero no se da cuenta de lo feliz que soy. Soy feliz cuando no limpio porque hago lo que quiero, y soy feliz cuando limpio porque lo hago no por obligación, sino porque en ese momento me ha apetecido ver la casa limpia. Imaginemos por un momento que hago caso a lo que me dicen siempre, y cuando llego a casa tomo la costumbre de dedicar un ratito a la limpieza. Ya no lo hago porque quiera, sino porque me siento obligada, y aunque deje la casa como los chorros del oro será cuestión de tiempo que deje de sentirme emocionada por el resultado final. Acabaré aceptando que las cosas deben ser así, debo limpiar, y no le daré importancia, no disfrutaré con ello, sino que será una nueva responsabilidad en mi vida, que ya no me hace tan feliz pero que debo hacer. Si miramos esto con la mente abierta podremos encontrar muchas similitudes con las relaciones personales, las que nos han enseñado desde pequeños que debemos tener, basadas con el tiempo más en la responsabilidad que en la libertad y la felicidad.
En otra ocasión puse un post dedicado a cómo puede influir en nosotros el peso de la sociedad, cómo puede guiar nuestros sueños y nuestras necesidades, pero parece que va aún mas allá, es posible que no sólo nos hayan inculcado nuestra forma de vivir o de relacionarnos, sino que también tenemos reglas para definir qué sentimientos debemos sentir o no sentir en determinadas ocasiones, qué reacciones son naturales o antinaturales.
Una frase que he escuchado miles de veces dice algo así como “debes aceptar a tus familiares tal y como son porque no tienes otros, pero al menos los amigos los puedes elegir tú”. Nunca había prestado demasiada atención a este mensaje, pero ahora empiezo a comprender la gran verdad que hay entre líneas. ¿Porqué un amigo es tan especial? Cada día conocemos personas, unas nos sorprenden, otras no nos caen tan bien, y a veces te reconoces en los ojos de quién te mira. Si tienes suerte, podrás encontrar a “tu mejor amigo”, ese ser que parece conocerte mejor que nadie y aun así te aprecia. En este sentido, he sido una persona afortunada. Tengo grandes amigas, así que hablaré de una de ellas en este artículo, mi amiga Mari. Vale, hasta aquí queda todo claro, qué bonita es la amistad. De todo esto se puede deducir que lo más especial de todo es encontrar a otra persona que te comprenda, pero al menos para mí no se trata sólo de tener a alguien con quien hablar, sino de alguien que antes ni conocías y que en este momento es una parte de tu vida. La amistad se basa en la libertad. Lo más bello de todo es que alguien que te importa te llame para hablar contigo, o para reírse un rato, o tomar unas tapas. Ahí es cuando todo cobra valor, en el momento en que Mari recurre a mí, a mí entre tanta gente que conoce, entre tantos otros amigos, conocidos y familiares. En ese momento me siento especial.
Yo tengo muchos conocidos y pocos amigos, pero no me cierro las puertas a nadie. Adoro a mi Mari, pero no por ello me he vuelto insociable. Pocas personas son de la opinión de “ya tengo a mi gran amigo, no necesito conocerte”, sencillamente porque renunciaríamos a uno de nuestros rasgos más básicos, la socialización. Somos seres sociales, todos de alguna forma necesitamos ser especiales para alguien, sentirnos queridos, todos necesitamos afecto, tener un cómplice o alguien con quien poder expresarte libremente sin miedo a qué dirá, y no solemos estar dispuestos a cerrar la puerta a una ocasión que puede enriquecer nuestra vida. Para mí la amistad cobra ese valor tan especial porque nadie te obliga a ella, nadie te liga a ella. Cuando una amiga me llama, nadie la ha obligado, no lo hace porque la sociedad le ha dicho “ya has encontrado al amigo de tu vida, si quieres hablar con otro debes romper tu relación con ella”. No, mi teléfono suena sencillamente porque Mari quiere hablar conmigo, igual que yo acudo a su casa porque me apetece verla un rato y contarle cosas del trabajo, y escuchar sus historias. Cuando no te sientes en la obligación de hacer las cosas lo ves todo muy claro, sabes porqué haces las cosas que haces. Nuestra naturaleza hace que necesitemos el calor humano, pero no nos entregamos sólo a una persona. Yo a veces necesito un abrazo, y si Mari no está cerca es posible que recurra a otra. No hay maldad, sólo necesidad. No por esto voy a dejar de quererla, ella sigue siendo especial, y sé que mi amiga no se va a enfadar porque haya recurrido a otra persona. No se enfada, porque sabe que soy libre, porque yo también se que ella lo es, y porque como personas libres nos sentimos unidas. ¿Dónde están los límites? ¿No puedo apoyarme en otra persona en un momento dado? ¿Se consideraría traición? ¿No es gracias a que puedo relacionarme con más gente por lo que me doy cuenta de la suerte que tengo de tenerla a ella? Cuando nos sentimos libres es cuando mejor podemos valorar las cosas, cuando recibes un gesto desinteresado es cuando realmente lo aprecias, y cuando alguien confía en ti es cuando te sientes realmente útil, cuando ves que tu existencia no es en vano. ¿Podría darse lo mismo en otro tipo de relaciones?
El lector que sepa buscar encontrará el mensaje muy claro, pero realmente todo el artículo no es sino una introducción a mi forma de entender la vida. Tal vez escriba una segunda parte algún día.